
A la reina solía aparecerle, en sueños, un hombre de bella alma que le decía que la amaba desde los inicios de los tiempos. Un hombre en cuyos impresionantes ojos aleteaba la mirada de un ángel. Un hombre cuyo cabello ondulado se enredaba en el viento de la libertad que proporcionan las alas de un alma que rige su propio destino. Un hombre cuyo cuerpo excelso abrazaba el atardecer mientras ceñía su corona de guerrero y su alma con una sinfonía de evoluciones en el corazón de las profundidades ancestrales de la luz. Es fácil entender por qué la reina, cada vez que soñaba con este rey, abría los ojos con una luz nueva en sus mañanas. Durante un tiempo dejó de creer en sus sueños, y todo porque no lograba hallarle en eso llamado realidad. Ella había concluido que, dado que después de tanto tiempo no se había presentado en su vida, ya no lo haría...
¡Craso error!
Pero es duro seguir manteniendo la esperanza cuando eres una reina o una dama que lleva mucho tiempo esperando a su caballero...
Las damas nunca deberían dejar de creer en sus sueños.
Ni las reinas tampoco.
Ni los caballeros, tampoco.
Ni los reyes, tampoco.
En verdad, nadie debería dejar de creer en sus sueños…
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